Ezkaroze-Ezcároz. Corazón del Valle Escondido junto al Albergue del Pirineo
Nada como aprovechar los rayos de sol que desperezan en primavera, para acudir al Valle de Salazar, el Valle Escondido del Pirineo de Navarra. El tiempo se ha detenido en los trazados de calles que forman sus tejados a 4 aguas para deleite del ojo del fotógrafo. Un paseo de 2,7 km desde el Albergue del Pirineo a través de caminos junto al río.
Era domingo, el aire limpio se colaba por la ventanilla y, tras desviarme de la autovía del Pirineo a la altura de Lumbier, pronto percibí la presencia de las montañas debido a su efusivo apretón de manos. Podía oler la nieve, la misma nieve que se va derritiendo con el cálido abrazo de una estación que está por llegar; como un caramelo prisionero en nuestra boca.
Me habían hablado de la belleza de Ezcároz, Ezkaroze en euskera, y no dudé en apearme del coche a la altura de su centro de salud, justo enfrente de uno de tantos y tantos frontones en los que hemos crecido lanzando una pelota para verla volver como si fuera un bumerán. Al pasear por el pueblo, enseguida observé que la orografía de los edificios se veía soberbia en comparación con la capital navarra, sustituyendo el campechano ladrillo por la refinada piedra.
Un murmullo imperaba en las cercanías, mezclando su dulce sonido con el piar de unos pájaros que saltaban de teja en teja. Ese rumor provenía del movimiento de la serpiente que badea la orilla de Ezcároz; es el río Salazar, el sendero donde las truchas galopan resguardadas del viento. Desde el otro lado del río, la villa luce en todo su esplendor, ofreciendo a la vista la oportunidad de escrutar las fachadas de los caseríos.
Se divisaba un torreón que sobresalía por encima de los tejados. Me aguardaba la parroquía de San Román, una iglesia del siglo XVI que llamaba a misa con el repique de sus campanas. Mis pies caminaron por unas calles que me recordaron a mi niñez, a una época en donde el casco antiguo de Pamplona estaba empedrado, cosido minuciosamente con piedras preciosas por sastres artesanos. Las estrechas arterías estaban decoradas con esmero, haciendo fijar la vista en el suelo para robarle el protagonismo a unos edificios que lucían el blasón familiar con orgullo.
Tras la visita de una hora, aspirando el encanto de una localidad que preparaba sarmientos para avivar el fuego de las parrillas, me despedí de Ezcároz clavando mi mirada en el retrovisor, confiando apaciguar en breve mi estómago en su vecina Ochagavía. El municipio dejó impresa su huella en mi retina, la cual, veo impresa al advertir la sonrisa que me brinda desde el quiosco de su plaza principal cada vez que cierro los ojos.